Por Carlos Aprea
La
Plata , 1955. Poeta, actor, autor y director de
teatro.
Tiene tres libros de poemas publicados: La intemperie, 1999,
Abrigo, 2006 y La camisa hawaiana (2010).
Tiene tres libros de poemas publicados: La intemperie, 1999,
Abrigo, 2006 y La camisa hawaiana (2010).
Como suele ocurrirnos a
menudo, conforme avanza nuestra “edad
quebradiza” (1), un recuerdo inexacto puede generar toda una cadena de
asociaciones, tan inútiles como novedosas, que sin el fecundo yerro inicial no
se hubieran producido. La canción realmente dice: “Salva tu piel, /la ciudad te llevó el verano, /ponte color, /que al
morir los hombres son blancos, /más blancos.”(2). En mi recuerdo sin
embargo, siempre decía: “Salva tu piel,
/en la ciudad ya llegó el verano (…)”. Sí claro, con justicia que es más
propio de un aviso de protectores solares que de una canción del maestro
L.A.S., pero nuestra frágil memoria suele jugarnos este tipo de chanzas
ridículas. En realidad, quizá el error haya sido impulsado por lo que siempre
ha significado el verano para
nosotros, habitantes de sur del mundo en donde el fin del año es el comienzo de
la estación más esperada y ciudadanos de una ciudad cortada en dos por el fin
de los cursos universitarios y el consiguiente exilio juvenil. La esperada salvación,
estampida veraniega engrosada por la feria judicial, el fin de las clases
escolares y la preferencia masiva de los empleados públicos por veranear lo más
cerca posible del mar, en los meses más insoportables para la vida en la
ciudad. Variados grupos sociales, masas policlasistas, fuera de sus obligaciones, a disposición de
otra cosa, otro tiempo. Un tiempo “libre”. ¿Libre?
Hay, en estos días
finales, un corte con el registro
habitual, el ritmo del trabajo y/o estudio, los horarios establecidos para
lograr cierta eficacia, los compromisos y encuentros en virtud de esas
obligaciones, etc. Hay un sentir vinculado a lo que termina y a lo indefinido
que esta por delante y que no parece demasiado distinto a ese vacío, esa
extrañeza frente al nuevo transcurrir
del tiempo, turbación que puede acontecerle a un reciente jubilado, a un novel
desocupado, a un viudo o a quien, por una u otra razón, se le trastoca la vida
cotidiana imprevistamente. Hay, de pronto, una máquina que para, un proceso que
ya no sucede. Pero, a diferencia de la angustia ante esos vuelcos bruscos de la
existencia, acontece frente a estos períodos, el tiempo del ocio, otro tipo de
vértigo para el cual este mundo viene creando una cada vez más variada e
innumerable oferta de diagnósticos, prescripciones, remedios y placebos, porque
parece que no es deseable que esa angustia del vacío, ese estar de un modo raro frente a un posible nuevo comienzo,
trascienda el orden más profundo de las cosas. Ese es el peligro que los
planificadores temen, ese es el agujero en el corral que quienes detentan las
omnipresentes voces ordenadoras del sentido común, de la lógica del sistema del
lucro.
Pero a no preocuparse, se
ofrece un amplísimo menú para saciar rápidamente el vacío de ese tiempo
distinto, para ordenarlo en el corralito de lo conveniente, lo recomendable, lo
útil. No es cuestión que esa modesta acumulación de energía (¡y dinero!)
dispuesta para el uso, se derroche, se malgaste en pensamientos peligrosos, en
quehaceres inconvenientes. Escuchen al susurro recurrente del charlatán de
feria: “No pierda el tiempo libre. Le ofrecemos una amplia lista de
alternativas, adecuada a su bolsillo y a sus más recónditos deseos, a los
cuales sabremos adobar, de acuerdo al nivel de su acumulado y… un poquito más (no
sea cosa que alcance demasiado rápido su satisfacción). ¡Con nosotros solo
gozará la felicidad de saber que la rueda sigue girando y usted sigue prendido
a ella!”.
Bien, alejémonos un poco de
este ruido multiplicado ad infinitum
por el panóptico mediático, por la maquinaria del ¡plim, caja! y remontemos el río. En el principio, el río de
nuestra propia infancia, hasta llegar a ese fin de clases y a esa puerta
abierta a días infinitos donde el calor incitaba las siestas más prometedoras y las mañanas y las tardes eran nuestras,
parafraseando al viejo oso de Birabent. Allí comenzaron a consumarse nuestras
más intrépidas exploraciones y nuestros más recordados descubrimientos, ya sea
en la breve pero desconocida geografía del barrio, ya sea, un poco más tarde,
en las excitantes superficies de placer
que recorríamos como nuevos devotos. Un tiempo que, excediendo el verano, se
extendía anualmente ante situaciones inesperadas, enfermedades o accidentes que
nos apartaban del orden cotidiano, incluso esos momentos más fugaces, en donde
nuestra posibilidad de soñar se imbricaba con naturalidad en el transcurrir de
los días comunes. No recordamos de esos días felices ni preocupación por la
subsistencia (hablamos, claro, de un país aún no devastado, del país ignorante
de antes de la guerra) ni
especulación por el excedente, ni ética del ahorro ni impertinencia del
derroche, solo el viejo saber popular como eco de Epicuro: vivir y dejar vivir. Ese tiempo era el otro tiempo y como en un juego sin final ni reglas fijas, a una
nueva sorpresa podía sucederle una decisión de hierro, tan íntima como
definitoria para nuestra vida futura. (También, claro, un tiempo en donde la
infancia aún no estaba cosificada como un commodities
ni clasificada como un nuevo nicho de
marketing.) El ocio, el tiempo libre, era parte natural de la vida
cotidiana como el silencio o la calma que sucedían al deber hacer.
Pero, salmones vagabundos al
fin, sigamos con nuestra navegación, río arriba.
Para los griegos, nos dice la Wikipedia
hoy, la idea de ocio estaba implícita en
la palabra skholè que significa tiempo libre o,
mejor, tiempo-libro y es, también, la raíz de la palabra “escuela” (del latín
"schola"). De esta manera, tanto la noción de enseñanza como la
palabra que designa al lugar donde se imparte instrucción, tienen su origen en
la idea de ocio, diversión (es decir, evasión) y ocupación reposada, descanso
físico, no intelectual (¿la machacante noción de “cultura del trabajo” con que
se martilla a los expulsados del sistema no se aproxima entonces a un oxímoron
que desnuda su carácter de clase?). Los
romanos, por otra parte, cultores de un pragmatismo a la carta, fueron al
grano: el ocio (otium) para ellos era
lo contrario del negocio (negotium) e
implicaba la
idea de retirarse de determinados asuntos para poder participar en actividades
que se consideraban artísticamente valiosas o ilustrativas (es decir, el
debate, la escritura o la filosofía). Como vemos, desde aquellas antigüedades
la idea de ocio está vinculada no solo a la interrupción de lo habitual y al
vértigo de un vacío, sino a la posibilidad de otro pensar, a un tiempo para el
filosofar o encarar actividades no ligadas ni a la imperiosa subsistencia ni a
la centralidad de lo que podemos llamar las obligaciones inherentes al
“proyecto vital” (si bien, claro, la misma idea del ocio no debería colisionar
con lo que concebimos como proyecto de vida…sino más bien integrarse a nuestra
vida misma).
Con el crecimiento
de la enajenación del trabajo y la fetichización de la mercancía (3), la
concentración y crecimiento de los medios de comunicación como reproductores
discursivos de escala regional y global, y la proliferación de tecnologías de
control social (4), es decir, con la nueva etapa de un capitalismo mundializado
en donde se trata que no quede ni un centímetro cuadrado de tierra virgen (ni
tierra de nadie), la propia idea
original del ocio, así como nuestra práctica vital al respecto, comienza a ser
sitiada e invadida por amenazas disímiles pero complementarias: no solo acorralarlo
en el verano y las “vacaciones reparadoras”, sino la insistencia publicitaria en
proponer una vida de consumo ilimitado que nos permitiría nuestra absoluta
realización (¡y nuestra completa individuación junto a la promesa del fin del
deseo!) y la espada flamígera de la culpa cristiana frente al pecado de
holgazanería, el pecado original de la estirpe de los vagos y malentretenidos
de estas pampas bárbaras a los cuales, por suerte
el progreso y la profilaxis pública extermina sin compasión (“Fábula maldita la que narra/ que murió de
frío la cigarra…” (5) cantaban los hippies setentistas argentinos). Porque
no todo es una simple cuestión de recetas à
la page ni de tabulas rasas frente al
deseo y la necesidad de pensar nuestro “tiempo libre”. Como bien advierte el
vasco Javier Sádaba: “La alienación nos recuerda que no todo descanso o respiro
hay que verlo como tradición o debilidad, que un aspecto fundamental en nuestra
vida –y olvidarse de él es tan grave como olvidar que las acciones sin gozo son
residuos de puritanismo agresivo, de ambiciones mal disimuladas- es el descanso y el juego, el sosiego y el
sincero reconocimiento de nuestra limitación” y “la sublimación, por su
parte, sabe sacar partido al esfuerzo. Sabe que hay que saber (…)”, que “La libertad sin un enriquecimiento de las
formas de convivencia es palabra hueca” y “Democratizar la vida de todos los días tiene que ver con una
profundización en la historia de la liberación de la humanidad… porque los
tiempos de silencio, llevados con mayor o menor dignidad, son también una
necesidad de todos los tiempos y, tal vez, de modo muy especial, de tiempos
como los que vivimos.” Y porque “No
obstante, sin la idea de una comunidad utópica, sin el movimiento imaginativo y
práctico de una buena sociedad, no hay, en modo alguno vida cotidiana. Lo que
hay es su destrucción. Es la vida cotidiana taponada, manipulada, en lo que
todo lo que se llama privado, propio y auténtico no es sino impuesto, importado
y espúreo.”(6)
Sea en la
experiencia del flâneur benjaminiano que
recorre una ciudad disponible a las revelaciones, en el frío invierno o en el
verano solitario, o la de nuestro vate de los suburbios, buscando ramalazos de
vida verdadera en los barrios (7), sea en quien discurre Bebiendo solo a la luz de la luna, como Li Po (8), o en quien
escucha por primera vez una música de ángeles en una vieja radio portátil,
sumergido en la Pelopincho del patio (9)
o después de una dura jornada laboral y
con un mate en la mano, la posibilidad y el goce del ocio hace a nuestra
humanidad, a nuestro carácter de personas, nos iguala mucho más que otras
supuestas peculiaridades y a despecho de tanto relato de homo faber y homo economicus de quien siempre pretende moralizarnos para
amoldarnos.
Y en este
punto, ignoto lector, frente a este común encuentro con la skholè, con el ocio que condujo esta parsimoniosa escritura y el ocio que te
condujo hasta aquí, quisiera pensarme y pensarte, frente a un desconocido
paisaje, un vasto océano quizá con cálidas brisas quizá con nubes de tormenta,
que nos interroga con el silencio del deseo. Un intrigante horizonte que
guarda, sin embargo, alguna extraña nostalgia, un viejo déjà vu que solo muy íntimamente
podremos develar pero que sin embargo no nos amedrenta, al contrario, empuja
ese arrebato para tomar los remos preparar la nave y darnos a la mar. En un
viaje cuyas mejores coordenadas son el no saber ni cuándo ni dónde arribaremos,
ni mucho menos quienes seremos al llegar.
Carlos
Aprea, Villa Elvira, diciembre de 2012
Notas:
1.
Hojas de Hipnos. René Char,
2.
A esos hombres tristes. Luis Alberto Spinetta.
3.
El capital. Carlos Marx.
4.
Ver, por ejemplo: Las
etiquetas RFID pueden ser un instrumento de control social… en: http://www.paginadigital.com.ar/articulos/2004/2004terc/cartas/c1002156-4pl.asp
5.
Tiempo de guitarra. Pedro y Pablo.
6.
Saber vivir. Javier Sádaba.
Ediciones Libertarias. Madrid, 1985.
7.
Ver: http://larazondemilima.blogspot.com.ar/2010/06/normal-0-21-false-false-false.html, blog de Mariano
Dubín.
Piletas
Pelopincho, aquí: https://www.facebook.com/pelopincho
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