(A propósito
del texto de J. B. Duizeide)
por Fernando Alfón
El octavo de sus ensayos, Montaigne lo
consagra al ocio. La brevedad del texto no se condice con la gravedad de lo que
confiesa: en el ocio brotaron las «quimeras y fantásticos monstruos» de los que
se ocupan los essais. Al principio
parece advertir los riesgos de la ociosidad: el espíritu tiende al despilfarro
de la imaginación y al desvarío; incurre luego en cualquier tipo de locura, en
cualquier tipo de sueño. Un epigrama de Marcial ya se lo había advertido: «estando
en todas partes, no se está en ninguna» (VII, 73).
La cita aquí no huelga (otra vez el inusual
verbo holgar, que ejecutamos a diario
y nombramos casi nunca), pues, para oponerse a la filosofía ensayística de
Montaigne, Descartes compuso su Discurso
del método, en cuyas primeras páginas confiesa haber leído muchos libros de
fantasía, que lo llevaron a vagar por muchos lugares. Lo confiesa porque ahora decide
abandonar esos puertos para asentarse en un único lugar: la razón metódica; es
decir, la razón que no «navega». He aquí dos filosofías opuestas: la de
Montaigne, cuya «oisiveté» es un viaje; la de Descartes, cuyo cogito es una estadía y un remanso. Montaigne
es un escéptico: la mutación de los sentidos auspicia la mutación del juicio y el
viaje (la metamorfosis) permanente; Descartes quiere ver si puede dejar de ser
un escéptico, y se le ocurre que, para dejar de navegar, nada mejor que un método.
En el anverso del viaje de «la imaginación»
encontramos, en cambio, la certeza de que el viaje físico (el viaje de los
sentidos, el traslado del cuerpo) no garantiza el traslado de la mente, que fue
uno de los tópicos de Sócrates, que no encontró sorprendente el fracaso de un
viaje sanador de un hombre: «¿Acaso no se había llevado a sí mismo consigo?» El
suceso lo recuerda el mismo Montaigne, que, a la respuesta socrática, le adjunta
unos versos de Horacio (el otro Horacio): «¿Por qué buscar tierras ajenas
alumbradas por otro sol? ¿Basta exiliarse de la patria para huir de uno mismo?»
(Odas, II, 18-20)
Si la idea de que viajar es imposible es
cierta, debemos asumir que cuando caminamos seguros por una ciudad desconocida
es porque a nuestros pasos los guían aquellos que dimos en ciudades ya transitadas.
Escribo ciudades donde debí escribir, quizá, una única ciudad, la ciudad de donde
nunca partimos. Bernardo Soares, a quien viajar le resultaba un tedio y un
obstáculo para la imaginación, gustaba decir: «Quem cruzou todos os mares cruzou somente a monotonia de si
mesmo.» (Livro do desassossego. Frag.
138)
Si concediéramos verdad, insisto, en esto de que no es posible viajar
—de que no es posible salirse de uno mismo—, los viajes al menos otorgan la
gracia de ver, de forma renovada, un único lugar, el que conocemos de memoria
o, para ser más expresivo, el que forjó nuestra memoria. Michel de Montaigne
llegó a esta conclusión luego de perder por completo el tiempo —la confesión es
de él—, recogido en sí mismo. La ociosidad lo condujo al
desvarío, el desvarío a la explosión de la imaginación, la imaginación al ensayo.
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