Por Matías Manuele
I.
Son ya las nueve y media de la noche. La
oscuridad aprieta en el monoblock que, sin embargo, hierve de gente que va y
viene, toma aire en los pasillos y conversa en los jardines internos. Andrés
había acostado a los chicos, levantado la mesa y acomodado un poco el comedor,
cuando Osvaldo tocó a la puerta del departamento. Osvaldo siempre puntual,
pensó Andrés, claro, porque la deja a Claudia con la nena y puede escaparse, en
cambio él, desde que Nenucha se rajó con el pibe de Maroni, tenía que largarse
del taller de Ricardo dejando todo desengrasado, levantar a los pibes en lo de
la vieja, darles de comer, acostarlos y acomodar el quilombo. Pensando en esto
y en que, al fin y al cabo, mejor que Osvaldo fuera puntual, así no se tiraba en el sillón y se quedaba
frito, fue a abrirle la puerta.
Osvaldo venia con Carlos, el ayudante de la
panadería La Ideal ,
que Andrés había conocido hacia dos años en trabajando en la cooperativa y que
escribía el año pasado en la revista del viejo de Nenucha.
– Buenas, saludaron parcamente, y entraron
extendiendo la una bolsa hacia Andrés - Trajimos un par de birras.
–
Acomodo unos vasos… largó Andrés a la letanía. Y se encaminó a la
cocina, corriendo al pasar dos sillas alrededor de la mesa de fórmica.
Mientras Andrés estaba en la cocina,
Osvaldo y Carlos se acomodaron en mesa, abrieron la mochila y sacaron dos
cervezas y unos cuantos libros. No tendrían más de 30, pero sus movimientos
lentos, el gesto adusto, la mirada profunda, los recubría con el manto del
misterio adulto.
Y así sentados, en esa rudimentaria
atmosfera, los tres amigos se pasan las horas compartiendo poesía.
II.
“Las
determinaciones de la vida cotidiana”, así solemos llamar los sociólogos a
la organización de los tiempos cotidianos, esos regulados y estandarizados
momentos de reproducción de la vida cotidiana. Trabajar, dormir, comer, coger,
cagar. Estudiar, cocinar, limpiar, lavar. Así transcurren nuestros días y
semanas, ocupados. Alienados. Y así transcurren en el barrio las ajustadas
horas liberadas por el trabajo, apretadas entre “las determinaciones de la vida cotidiana”.
III. El club
se lleno de cursos de corte y confección, peluquería, macramé, pedicuría,
panadería, herrería, repostería y qué sé yo que ocho cuatros más. Al final no
queda un espacio desocupado donde juntarse con Roberto, Enrique y el Gordo
Antúnez a tomarse unos mates. Si la última reunión de comisión tuvieron que
hacerla en casa, te digo más. Tenemos un club enorme y nos tuvimos que ir
porque todos los profes estaban con “las muestras”.
También es un poco culpa nuestra… porque
cuando le tocó al Negro todos lo seguimos en su entusiasmo por la concesión del
buffet a restorán y otras movidas por el estilo. Y ahora que la gente del
centro se venía a comer al barrio el lugar se llenaba y no tenían donde
juntarse. Antes Carlitos tenía una mesa dispuesta para “la comisión”. Ahora
teníamos que reservar. Yo te digo, eh, en cualquier momento nos cobran entrada.
Mirá que nos pasábamos las tardes acá
dentro. Los Abuelos en el quincho del fondo, jugando canasta, bingo de vez en
cuando, a veces alguna mateada con los nietos. En la cancha los pibes se
pasaban las tardes jugando al futbol bajo los aros, entrenando, en las tribunas
haciendo tiempo antes de volver a la casa. En el bar o en el Salón, Enrique, el
Negro, el viejo Gallo, Enrique Zubieta, Roberto, la gloria de Stefonni, que nos
hizo ganarle la copa al Reconquista en el 72. Nos la pasábamos organizando
bailes, kermeses, festivales. En el cuarto de arriba el Negro traía a los
compañeros del Sindicato, al poco tiempo que los corrieran de 60. Al Negro se
le había ocurrido que si Steffonni nos hacia salir campeones, entonces como no
lo íbamos a aguantar prestándole el cuartito de arriba para que se guardara. Y
Steffonni se vino con todos los muchachos.
Pero bueno, así estaba la cosa. Y mejor
así. No quejarse, che, peor habría sido que nos quedáramos con el vacío de los
90, ¿no? Como les pasó a los del Atlético, no, eso no, acá en “el glorioso” por
lo menos se nos seguían llenando los cursos... y el restorán...
IV. No es
difícil de pensar que el tiempo libre, como todo en nuestra sociedad, ha ido
mercantilizándose. La promoción de actividades recreativas, el abanico turismo
casi personalizado, la educación personal sea como capacitación continua, sea
como elaboración de redes de vínculos sociales. Como decía un amigo, la clase
media no damos puntadas sin hilo, y hacemos de nuestros tiempos libre un
momento de construcción de habilidades laborales.
Pero esta es solo una primera capa de la fetichización.
Por debajo de ella deberíamos pensar la mercantilización del yo por tecnologías
de “cuidado del ser” que, desde el psicoanálisis al management han ido colonizando
nuestra vida, en ese movimiento paradójico tan de la modernidad que se juega en
la tensión entre la autonomía del ser y la construcción seriada de
subjetividad.
Y más por debajo aún, en una tercera capa, la
puesta en valor de las capacidades humanas generales (general intelect según Virno, Ser
genérico en el Marx de los manuscritos) en un proceso de alienación que ya
no está restringido al tiempo de trabajo ni el tiempo de reproducción de la
mano de obra, sino que supura por todo nuestra temporalidad.
V.
En Villa Arguello también caía la noche, y
en la esquina del club, lentamente, van llegando los pibes. Dani, Jon, Franco.
Marcos llega un poco más tarde, pero no es el ultimo. Marcos trae el equipo de
música. Y alrededor del aparato se desparraman los pibes. El ritmo empieza a
marcar un fraseo cerrado, de dientes apretados, de vergüenza y humillación.
Pero lentamente una voz se solapa a la otra, la refuerza, la reemplaza o corea.
Un canon se va improvisando, un solfeo visceral, un repiqueteo de frases que se
repiten y superponen transformándose entre sí, acoplándose, respondiendo una a
otra.
Veinte metros más allá, en el garaje de
Antonio, la amoladora trina precipitada. Es que el viejo, que en sus años mozos
trabajaba en la YPF ,
que cuando se quedó sin laburo abrió el tallercito de carpintería con las tres
maquinas que se había afanado de la planta, y que hace unos años había podido
emplearse nuevamente en los talleres de la Universidad , con la
cooperativa del Negro, no podía parar, y todas las noches, después de cenar,
mientras la vieja lavaba la cocina y se tiraba en la cama a leer a Claudio
María Domínguez, Antonio se encerraba en el taller y seguía laburando,
torneando patas, puliendo tablas de paraíso, ensamblando armarios.
VI. Como
todas las cartas que la modernidad burguesa ha jugado, estos también son naipes
marcados. Por los resquicios de esas temporalidades, tiempos de trabajo, de
reproducción y de ocio mercantilizado, otras identidades pugnan por coagular.
En las horas nocturnas robadas al descanso, esas en las que los trabajadores
retoman el trabajo, pero liberados de las reglas que constriñen sus cuerpos,
los trabajadores recrean el taller en el garaje, reinventan el aula en una
cocina, el bar como comité, la plaza improvisada como platea. En esos espacios
reinventados los vecinos sueñan que son otros. Sueñan imposibles. Son los que
no pueden ser, y en ese momento reinventan los sentidos de los encasillamientos
sociales.
Rancière dixit, es “la historia de las noches arrancadas a la
sucesión del trabajo y del reposo: interrupción imperceptible, inofensiva, se
diría, del curso normal de las cosas, donde se prepara, se sueña, se vive ya lo
imposible: la supresión de la ancestral jerarquía que subordina a quienes se
dedican a trabajar con las manos a aquellos que han recibido el privilegio del
pensamiento”.
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