Por
Andrés Bisso
Profesor de Historia e Investigador de
Profesor de Historia e Investigador de
¡La de
gente que habrá haciendo cosas importantes mientras yo estoy aquí tirado!
¿No me da vergüenza?
¡Ah,
cómo! ¿No me da?
Nunca
termina uno de conocerse.
(“Felipe”
en Mafalda, n° 7)
¿Qué paradoja la del tiempo libre, no?
Porque si no estuviera limitado por el tiempo ocupado por las obligaciones, no
sería libre. Está perfectamente constreñido por el tiempo utilitario, el que es
más fácilmente definible y estipulable en una agenda Citanova. Si uno pudiera
disponer en cualquier momento de aquél, la libertad no sería tal. Sería
simplemente pasarse el día pelotudeando. El ocio es la actividad “obligada” de
ese tiempo libre, “destinado” a ser utilizado para tal fin. Y no hay mayor
estresado que aquel que piensa que está “malgastando” su tiempo libre, cuando
mira una película clase “B” o se pierde en inauditas páginas web, al buscar un
dato acerca de una serie favorita de su adolescencia. Y no hay nada peor que lo
doloroso que resultan todos esos momentos destinados a “planificar” el tiempo
libre, que parecen Quintas Columnas del trabajo y de lo serio, puestas sobre
nuestra intención de “olvidarnos de todo, menos de divertirnos” como rezaba un
cartel del corso oficial de la Municipalidad de La Plata en los años treinta. A
todo esto, los corsos tenían comisarios, comisión organizadora, edictos
policiales, estipulación de trayectos de calles, permisos y premios a los
disfraces, jurados de elección de reinas de Mi-Carême… Como decía hace más de un
siglo y medio, Herbert Spencer, “la alegría parece estar en razón inversa de
los preparativos, [que junto con] las ceremonias excesivas, perjudican los
mismos placeres que se pretende proporcionarnos”. Es el viaje en bondi de una
hora para ir a la canchita en la que jugamos al fútbol, es la cola de media
hora de espera en el restaurante, es el mailing previo a una reunión, son las
“vaquitas” en los cumpleaños… Todas opciones que muestran lo débil que resulta
la frontera entre la sociabilidad formal y la informal, la complejidad de
pensar cualquier contacto lúdico desde una estricta gratuidad simmeliana. Como
decía Gramsci, la espontaneidad pura no existe. Todo acto gratuito de más en
una persona, pareciera exigir el establecimiento de una sociedad momentánea y
levemente hinchapelotas.
El hecho mismo de tirar dos bucitos
para hacer un arquito en una plaza, para jugar un “dos contra dos”, es el
comienzo del Estado. Teniendo en cuenta todas las teorías existentes acerca del
origen del Estado, resulta extraño que nadie haya pensado que quizás esa
institución de algún valor en la sociedad actual, pueda haber surgido
inicialmente, para administrar el ocio preexistente. Que por aburrimiento
surgieron los chamanes; que por embole aparecieron los escribas; que inflado las
pelotas de no tener nada que hacer, alguien quiso “gobernar”. Es una teoría tan
poco plausible, que resulta interesante para ser desarrollada.
De hecho, el ocio precede al Estado.
¿Y no es acaso la política, una actividad ociosa en origen? Una actividad para
perder el tiempo, como tantas otras. Como disfrazarse de mujeres y
emperifollarse con plumas ¿No podría ser el poder, al comienzo, un juego que
sólo luego se fue autonomizando? Nada nos evita poder pensar que la idea lúdica
de “liderazgo” haya precedido a su función de dominación. Y que sólo después,
al concebir su efectividad como mecanismo de jerarquización social, esta haya
sido operativizada por los grupos portadores o pretendientes de poder. En esa
hipótesis nada corroborable, el Carnaval no sería tanto la reacción y la
efímera forma contra-hegemónica del poder, sino el remanente primitivo de las
primeras formas lúdicas de lo político, y que sólo recién después tomaría su
cariz especular, para denunciar frente a la política, lo que una vez le perteneció.
No son éstas, finalmente, hipótesis
que deban tomarse en serio. Son simplemente artilugios discursivos cuya
pretensión es abrir el juego, a intentar ser capaces de pensar de maneras menos
esquemáticas las divisiones entre actividades y disposiciones que se nos
presentan, a menudo, como continentes separados en el discurso sobre lo social:
el ocio, de la política; el juego, de la militancia; lo frívolo, de lo
comprometido; lo serio, de lo jocoso.
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