Por Juan Duizeide
Mar del Plata, 1964.
Es periodista, escritor y traductor.
Es autor de En la
orilla (Premio Nacional de Narrativa Breve “Leopoldo Marechal”, 2003),
Kanaka
(Premio Julio Cortázar, 2004), la antología latinoamericana Cuentos de
Navegantes,
el libro de cuentos Contra la corriente, Crónicas del fondo del Agua.
Es editor de la Revista Puentes ,
CPM.
…por
suerte es enero, por suerte es enero…
enero del último día,
luis alberto spinetta
las
lentejas frías, y cómo no iban a estar frías, si ya son doce y media pasadas,
el hijo de puta del colorado otra vez vino tarde a relevarme, sabe que nunca lo
mandaría al frente con el capi, se anima por eso, la próxima lo emboco, para
colmo jamás le agrega aceite al mecanismo del timón, que está a la miseria y en
cualquier momento nos deja culo al norte, ni tampoco marca una sola posición en
la carta, si total de esas boludeces nos encargamos los demás, se hizo tan
tarde que acá en el comedor no queda nadie, el tercer maquinista habrá
olfateado las lentejas y pegó la vuelta, seguro que se fue a la cama, con las
quince horas que se bancaron soldando frente a punta arenas debe sentirse como
estas lentejas pegoteadas, el día menos pensado va a haber motín a bordo si el
cocinero insiste con las lentejas, me gustaron cuando llegué al barco, pero eso
fue hace un mes, ya no las soporto, y nunca me animé al flan rosa que se repite
como postre todos los días, no soy el único, así como se sirve vuelve a la
cocina, y de ahí va al mar, el caleta leones deja una estela de flan rosa,
ahora todos duermen, todos menos los que están de guardia hasta las cuatro de
la tarde, yo también podría ir y fondearme en el camarote, pero no tengo sueño,
y ya no queda nada que arreglar en los botes salvavidas ni en las balsas ni en
el botiquín, en verdad nunca hubo nada que yo pudiera arreglar, los botes
tienen el casco agujereado, y aunque no fueran a hundirse igual sería imposible
arriarlos, no funcionan los pescantes, y si pudieran arriarse sin que se
hundieran igual no serviría de nada, los motores no arrancan más, remos tampoco
tienen, los que hay son de vista, así que limpié a fondo los dos botes apenas
zarpamos y los pinté bien pintados de naranja, con eso ya cumplí mi parte, las balsas
están podridas, el botiquín vacío, se tomaron el alcohol y el desinfectante, se
robaron las jeringas, la codeína, la adrenalina y la morfina, lo único que se
salvó es un ataúd de madera terciada para armar, tan chico que deber ser un
diseño especial para navegantes enanos, qué capos estos ingleses, parece joda,
y encima creo que faltan piezas, no sé qué hacer, hablar por teléfono vía ancud
debe ser un despelote, y además para qué, cuando íbamos por comodoro aproveché
que estábamos nada más que a cincuenta millas de la costa para llamarlo a
adolfo, a ver cómo andaban todos, de tanta estática no entendí si se iban de
vacaciones con marianela a chiloé, a chile o a chilecito, me enteré también que
ana y ezequiel se recibieron o no se recibieron y se fueron o se van a punta
del diablo, o que se pelearon con ellos, o se pelearon entre ellos, y alguien
mandó a alguien al diablo, no se oía bien, y caro se fue con dani a brasil o
les pasó algo en la calle brasil, y marianela quería saber si voy a tirar
boleta en marzo para teorías de la comunicación o para lingüística, así
estudiamos juntos, intenté explicarle que ni idea de cuándo volvemos, que nos
retrasamos con la carga en quequén culpa de la lluvia, que fuimos despacio para
el sur a propósito, porque no se ponían de acuerdo entre los dueños del barco y
los dueños del trigo a ver si nos mandaban por el cabo de hornos o por
magallanes, porque ninguno quería perderse ni un solo dólar, que zafamos del
cabo y fuimos por magallanes, que en mi vida estuve en un lugar así, que no
sabría contarles lo que es hacer guardia solo y que se aparezca una ballena y
que la mires y te mire y se ponga a rascarse contra el barco igual que un perro
con pulgas contra una pared, suerte que fuimos por magallanes, pero a la vuelta
nadie nos salva del cabo, mejor así, porque no quiero morirme sin cruzarlo
aunque sea una vez, y frente a punta arenas nos tuvimos que poner al garete
para que los de máquinas pudieran soldar el colector de gases, que si se
llegaba a partir cuando saliéramos al pacífico reventaban todos, y encima se
ahogaban las máquinas y quedábamos sin gobierno en medio de las olas, y todavía
nos falta entrar al callao y salir y después seguir hasta ecuador, cómo quieren
que sepa cuándo volvemos, costaba entendernos porque no pescaban que para darme
pie tienen que decir cambio y cuando yo les digo cambio tienen que hablar
ellos, encima sonaba todo entrecortado por la estática, culpa de la tormenta
que se nos venía, tremendo pesto, nos agarró al norte de tierra del fuego, antes
de meternos al estrecho, las olas pasaban por arriba del puente, de a ratos no
se oía nada, pero no, en marzo qué voy a tirar boleta, hasta mediados de abril
creo que voy a seguir acá, rezongando contra las lentejas y el flan rosa, a
quién se le puede ocurrir comida de colores, gracias, paso, este flan no lo
como ni a gancho, me voy para el camarote, la verdad que en ningún otro barco
tuve un camarote como en este patacho detonado, ingleses turros, qué clara la
tienen, lástima que al final compraran el barco unos argentinos rapidísimos
para los negocios y ya no se llame advara, que sonaba como una canción, y por
ahí el cambio de nombre nos trae mala suerte, pero a ellos qué les importa,
estarán dele daiquiris en punta del este, y nosotros que nos jodamos, así que
agarro un libro y salgo a cubierta, el viento salado me enmaraña los rulos y
hace girar las hojas del libro como aspas de molino, me trepo al bote
salvavidas de estribor, ahora estoy colgado en medio de la soledad, doce metros
abajo corre el pacífico, arriba hay un cielo como no se conoce en la tierra, el
cielo de alta mar, acá no me jode nadie, por lo menos hasta ocho menos cuarto,
cuando tenga que tomar de nuevo la guardia de navegación, acá se está bien, me
recuesto entre las bancadas y me pongo a leer el libro que agarré del camarote:
un libro de viajes
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